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La Gloria del Hombre: Primera Parte

 

Adaptado por Jacobo Santín de “A Glória do Homem: Introdução por Gabriel Arauto.

 

La doctrina de la gloria del hombre enseña que Dios quiere glorificar al ser humano, sobre todo a los hombres y mujeres de su pueblo, ya que la gloria de Dios en el mundo depende en gran medida del desempeño que ellos tengan. Dios glorifica a los fieles haciéndolos superiores en sabiduría, justicia, poder y posición, y rescatándolos de la humillación y el anonimato. Ya que Dios se interesa por la gloria del hombre, cooperamos con él en la misión de glorificar a los creyentes.


La tradición reformada establece como un principio que solo le debemos dar gloria a Dios. Estoy de acuerdo con esta enseñanza en la medida en la que lo afirmamos sin diluir la gloria del hombre. Los adeptos de esa tradición constantemente se saltan los límites y terminan menospreciando a las personas y a las obras de los creyentes. Y yo me pregunto, por ejemplo, si aceptarían que un hombre se lleve parte del crédito de una salvación. Pablo insiste dos veces a sus lectores que la obra de salvación que se realizó en ellos sucedió por medio de su ministerio, le dice a Filemón, “Sin mencionar que tú mismo me debes tu vida…”, y eso ha sido interpretado como una referencia al papel que el apóstol tuvo en su conversión. Pablo le dice a los Corintios: “Aunque tengan diez mil tutores en Cristo, no tienen muchos padres, porque en Cristo Jesús yo mismo los engendré por medio del Evangelio.” Cuando los discípulos de Pablo lo exaltaban excesivamente, él daba la gloria a Dios: “Yo no soy nada, solo planté, es Dios quién dio el crecimiento,” pero cuando sus hijos espirituales no lo respetaban lo suficiente, enfatizaba su rol en su salvación.


El interés que tiene Dios por la gloria del hombre se enseña desde las primeras páginas de la Biblia. Cuando Dios verbalizó su intención de crear al ser humano, dijo que lo haría a su imagen, para dominar a las demás criaturas. La glorificación del hombre fue parte del plan de Dios desde el inicio. El ser humano se proyectaba para la grandeza. Yahvé le concedió a Adán una doble coronación de gloria, haciéndolo superior en naturaleza y en posición. El primer hombre fue hecho a imagen de Dios; distinto a las criaturas, el ser humano tenía algo de Dios en sí mismo, tenía una dignidad intrínseca sobrada. Su valor se basaba primordialmente en su naturaleza, independientemente de cualquier posición o logro. Él era digno por el simple hecho de serlo.

No estando satisfecho con esto, Dios se propuso volver al hombre aun más importante, dándole autoridad sobre el mundo creado, la tierra, el mar, y todo lo que había en ellos. En términos de autoridad, Adán solo quedaba debajo de Yahvé, por eso se dice que fue hecho “Un poco menor que Dios.”


Dios glorifica a los hombres en general. Para lograr sus propósitos, incluso glorifica a los impíos. Como lo explica Daniel (Daniel 5:18-21), fue Dios quien le concedió a Nabuconodosor poder, grandeza, gloria, y majestad, de manera que él podía matar y dejar con vida, subir o bajar a quién él quisiera. Pero cuando se ensorbeció, Dios lo destronó e hizo que se portara como un animal. Siendo así, Dios gobierna la reputación, humillando y exaltando a los hombres conforme a su voluntad. Por eso los que están revestidos de gloria deben reconocer el origen de su grandeza, darle gracias a Dios en todo y obedecerlo, si no quieren ser depuestos. Ve que Dios glorifica hasta a los peores impíos, hasta los que usarán esa gloria contra su pueblo y le darán gracias a sus falsos dioses. Si Dios trata así a los infieles, ¿Acaso no hará mucho más por su pueblo, cuya glorificación contribuye al avance del reino y redunda en acciones de gracias?


Dios tiene un interés especial por la gloria de su pueblo. Siempre que una persona se asocia públicamente a otra, sus nombres se mezclan, de forma que el comportamiento de una afecta la reputación de la otra. Sucede lo mismo en la relación de Dios con su pueblo. La reputación de Dios se ve afectada por el éxito o fracaso de su pueblo, por lo menos en el juicio de los incrédulos. Dejando de lado por ahora hasta qué punto es correcto juzgar las cualidades de un dios por cómo les va a sus fieles, es un hecho que ese tipo de juicios suceden todo el tiempo, y Dios escoge limpiar su nombre a ojos de los incrédulos, bendiciendo a su pueblo hasta cuando no merece ser bendecido. Cuando Yahvé castiga a su pueblo, él es glorificado como un dios justo e imparcial, que no se hace de la vista gorda ni pasa por alto los pecados de sus escogidos. Por otro lado, los incrédulos son incapaces de comprender eso, así que cuando el pueblo de Dios sufre, ellos lo atribuyen a la falsedad o debilidad del dios que los creyentes profesan, y de esa forma el nombre de Dios es blasfemado. Eso es explicado a detalle en el Capítulo 36 del Libro del Profeta Ezequiel. Por eso es que el compromiso que Dios tiene con su propia reputación lo constriñe a glorificar a su pueblo, hasta cuando sus escogidos no son dignos de ello. La gloria de Dios lleva a la gloria del hombre, y la gloria del hombre lleva a la gloria de Dios. La gloria del hombre y la gloria de Dios no son principios antagónicos o irreconciliables, sino cooperativos y complementarios. El antagonismo solo sucede cuando los principios son extrapolados, tanto en concepto como en la práctica.

Dios glorifica a su pueblo haciéndolos superiores en sabiduría. En primer lugar, él repara sus mentes. El pecado arruinó la inteligencia del hombre de tal manera que él necesita ser transformado por dentro para recuperar la capacidad de pensar correctamente. Esa transformación se describe como un trasplante en el que Dios quita el corazón de piedra y pone en su lugar un corazón de carne (Ezequiel 36:26). El hecho de tener una menta que trabaja correctamente ya pone al creyente delante de los demás. La segunda cosa es hacer al Espíritu el preceptor interior del creyente. El hombre natural no comprende las cosas del Espíritu, porque solo pueden ser discernidas espiritualmente (1 Corintios 2:14-15). Por eso Dios pone el Espíritu Santo dentro de nosotros para enseñarnos y orientarnos. A través de él somos capaces de discernir todas las cosas. De esta forma subimos un nivel más de inteligencia que el incrédulo. El tercer paso se da asimilando la palabra de Dios. Dios nos da en la Biblia un cacho de su sabiduría infinita, y cuando la conocemos nos hacemos partícipes de la sabiduría de Dios. Como dice el Salmista, la Palabra de Dios nos hace más sabios que nuestros enemigos, más sabios que nuestros maestros, y más sabios que los ancianos. (Salmo 119:98-100)


No puedo dejar de mencionar las revelaciones extrabíblicas. Dios se presenta en la Biblia como el que revela misterios (Daniel 2:22, 27-28). Él a veces lo hace por iniciativa propia, como cuando le advirtió a José sobre el plan de Herodes para matar a Jesús (Mateo 2:13), y a veces lo hace en respuesta a la provocación de la fe, como cuando Daniel y sus amigos oraron para que les fuera revelado el sueño de Nabuconodosor y su significado (Daniel 2). La respuesta de Dios manifestó un misterio que los sabios y magos de Babilonia habían confesado ser incapaces de resolver. Algunos paganos tienen la habilidad de adivinar, pero su poder es limitado, ya que es proveído por espíritus malignos limitados (Hechos 16:16). El cristiano está en una posición diferente. En tanto que el Espíritu escudriña todas las cosas (1 Corintios 2:10), hasta las insondables profundidades de Dios, la lista de misterios inaccesibles para los cristianos es mucho menor. Hay ciertas cosas que nunca serán reveladas, como los tiempos y épocas que el Padre determinó por su exclusiva autoridad (Hechos 2:7), pero muchas, muchas, muchas otras cosas pueden revelarse consultando a Dios. Como si fuera poca cosa que los creyentes estuvieran cuatro niveles por encima de los incrédulos, Dios les comparte de la cima del saber disponiéndose a aumentar su sabiduría en áreas de conocimiento civiles y religiosas. Eso sucedió con Besalel (Éxido 35:30-35), quien fue capacitado para construir los utensilios del tabernáculo, también pasó con Daniel, Ananías, Misael, y Azarías, quienes, recibiendo la misma formación que sus compañeros, fueron diez veces más doctos delante del rey (Daniel 1:19-20). Además de hacer que el creyente destaque profesionalmente, esa habilidad promueve la prosperidad garantizándoles buenos empleos. Cuando Dios glorifica a alguien con este tipo de sabiduría, él también promueve el avance del mundo y de la iglesia.


Continuamos afirmando que Dios glorifica a su pueblo haciéndolo superior en justicia. Él lo hace otorgándoles una ley superior. Como dice Moisés (Deuteronomio 4:5-8), ninguna nación tenía leyes tan justas como la ley de los hijos de Israel, que habían recibido un código directamente de Dios. Incluso se dice que los paganos pensarían que los israelitas eran inteligentes por su alto estándar de justicia. Aquí tenemos el “cuarto uso de la ley”: la ley como gloria del pueblo de Dios. Es muy trágico que a los cristianos actuales les dé pena la ley que les fue dada precisamente para glorificarlos. Ellos se averguenzan de ella porque aman el pecado y consideran que la justicia de Dios es mala y anticuada. Solo los que ansían que la ley de Dios determina el sistema de justicia de todas las sociedades e instituciones humanas realmente aprueban la justicia divina y desean la gloria para sí mismo y la nación cristiana.


La segunda manera con la que Dios exalta a su pueblo en justicia es capacitándolo para guardar su ley. Solo tener normas justas no va a dar gloria, sino la obediencia estricta a él, y esa obediencia viene del Espíritu habitando en nosotros. La Biblia dice que los que están en la carne no pueden agradar a Dios, porque son incapaces de someterse a su ley, pero añade que los que tienen el Espíritu pueden obedecer los mandamientos de Dios, por más elevados que sean, ellos pueden seguir el ejemplo de los grandes hombres de Dios de la Biblia y de la historia, y realizar obras notorias, porque en ellos habita el mismo Espíritu que habitó en aquellos hombres. Ellos pueden ser destacados en celo, en devoción, en generosidad, en coraje, en poder, y en todas las cosas en que los antiguos abundaron y por las que los admiramos.

 
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